CARLOS CANALS
El tiempo pictórico ha sido una de las características esenciales del neoplatonismo estético –el tiempo se muestra en la paciente elaboración de la obra, en la atención que supone la idea de representación-, que el siglo XX ha negado con artes tan urgentes como el expresionismo abstracto de índole gestual.
Los frutos de tal negación han acostumbrado a ser amargos; acaso porque amargo es el destino del hombre: el gestualismo propiciaba la exteriorización catártica de la violencia, de las freudianas pulsiones del ser humano.
Y he aquí que una artista de formación gestual –Cris Pink– abandona tales artes de la urgencia para exigir tiempo –tiempo de goce– en la muestra que esta tarde inaugura la palmesana sala Altair.
Sobre una figura monográfica –el círculo que comparte con artistas tan lejanos en el tiempo y el espacio como el tristemente desaparecido Salvador Victoria o el mallorquín Mariano Mayol–, la artista de origen alemán no pretende un estudio de la figura geométrica (como hacía Victoria) ni el aprovechamiento del recurso (como hace Mayol).
Pink utiliza el círculo con una doble intención. En primer lugar, la de continente. Aunque muestra sin rubor los contornos dejados por el compás –no se le niega la trampa al espectador–, el círculo está desdibujado. Es continente de un contenido jamás homogéneo, de una generación no simbólica que, sencillamente, se niega a aceptar limitaciones geométricas: hay violencia en esta intención.
Pero el círculo tiene –de hecho– una significación preestablecida en la cosmogonía occidental: la que le asigna perfección formal y volvió locos a los pitagóricos que buscaban su cuadratura. Desde luego, el pensamiento oriental ha influido en esta herencia cultural –basta con recordar un mandala–; el espectador es libre de interpretarlo así.
Porque al espectador Pink le pide tiempo: el mismo tiempo moroso que invierte en la minuciosa creación de sus óleos. Lo invita a sumirse en la re-creación de la obra, en su de-construcción derridiana, a partir de la consideración de los múltiples tiempos que son implícitos al tempo final de cada obra.
Hay minucia en estos óleos –el detalle es esencial en esta obra, también el criterio no minimalista, que hace variación de lo repetitivo–, pero la minucia es tan veloz como obliga la parafina. La pincelada de cera debe ser veloz, inmediata. Con ella, Cris Pink genera –sobre todo en las obras más recientes– una multiplanaridad, cuya función, desde luego, es la de insistir en la diferencia temporal que implica su uso aplicado al óleo, al pigmento lento de lento secado.
Los fundamentos teóricos de esta pintura son, como quizás pueda apreciarse, sólidos y coherentes con la trayectoria de esta artista que incluso en su obra gestual mostraba ya inquietud por el devenir temporal interno de la obra misma.
Pero estos mismos planteamientos son peligrosos: pueden conducir al estancamiento de la obra misma; y el lector debe recordar que, en italiano, stanco significa “cansado”. Las piezas que Pink muestra ahora en Altair son inteligentes, inquietas e inquietantes en la medida que proponen un acercamiento hoy desusado a la obra de arte. Exigen el detenimiento del espectador… pero no saben pedir su atención.
El arte aquí se plantea como una invitación que el espectador da por asumida en el hecho mismo de visitar la galería: cumplido este acto voluntario, el contemplador ve o no ve, según sea su natural y su circunstancia. El arte es rito, es religiosidad.
La artista es consciente, desde luego, del riesgo que supone dejar al libre arbitrio la atención que merecen las telas ahora expuestas: en noviembre, Pink ha de mostrar lienzos aún más recientes en el parisino Círculo de Coleccionistas de Arte Contemporáneo, son obras vigorosas, en absoluto ajenas a la violencia función de repulsa de su etapa gestual. Sin embargo, plantean igualmente la necesidad de contrastar el tempo de la obra, creada ahora a partir de la idea de soporte –como el círculo es continente en la muestra de hoy– y, a la vez, objeto de connotación industrial.
No hay poesía que valga
Cris Pink está embarcada ahora en proyectos que no sólo afectan a su próxima exposición en el Círculo de Coleccionistas en París, sino una carpeta o libro –el extremo aún no está decidido– en colaboración con el filólogo y poeta Francisco Díaz de Castro, que –precisamente– ilustra con un poema el lienzo “Legado”, desde hoy expuesto en la sala Altair. Tampoco el excelente Claudio Zulián ha sabido resistirse a la potencia lírica del tiempo en desarrollo que propone Pink: en un texto interpretativo de la ópera ahora expuesta, Zulián se plantea la simbología de colores y formas según criterios tradicionales, que no por sabidos son menos afilados o penetrantes. Es tópico el que asocia arte y música y poesía a partir de la raíz griega de “poesía”: ha sido tomado como excusa para que la crítica mantenga una posición dulce e irresponsable. Pero hay ocasiones en las que una misma teoría estética es capaz de adecuarse a las distintas artes, como ocurría en el cuatrocientos italiano. Quizás aquí se produzca también este hecho afortunado.
DIARIO 16, 19 de septiembre de 1995
Galería Altair, Palma.